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sábado, 19 de febrero de 2022

EL PROGRESO INÚTIL

Por Roberto Marra
 
Por alguna razón (básicamente, de penetración cultural), progreso urbano está asociado a parecerse a Nueva York, París, Londres, Tokio u otra similar de cualquier lugar del falso “primer mundo”. Es así que resulta casi “natural” proponer el uso de cualquier espacio libre de una ciudad, para destinarla a la construcción de voluminosas torres, lujosas y excluyentes, como forma de demostrar un supuesto “desarrollo”, vendido a la sociedad como “el futuro”. También es recurrente utilizar diseños urbanos de esas ciudades para “vestir” a las nuestras, un “copia y pegue” del subdesarrollo al que parecen ser muy adeptos quienes conducen los destinos de nuestras urbes.
 
Las caras de piedra que ofician (en general) de intendentes o “gobierno de la ciudad” (otro modo de parecerse a sus adoradas ciudades ajenas), parecen dispuestos a seguir este tipo de conductas, aún a pesar de las demostraciones en contra de los más serios planteamientos de especialistas y habitantes lúcidos (que los hay, pero aplastados por la parafernalia mediática del establishment). 
 
Siempre, tamañas incongruencias con la realidad ciudadana, son precedidas por grandes anuncios de enormes inversiones que, de manera no casual, serán ejecutadas por las mismas empresas que sostienen el fenomenal negocio inmobiliario con el que los susodichos conductores de los destinos de las ciudades se alían para administrar lo que les importa de verdad: sus cuentas bancarias.
 
Lejos de desconocer la realidad urbana que les toca dirigir, la saben con lujo de detalles. Pero la sinrazón de sus actos administrativos generadores de tanto desequilibrio, están asentadas en una maquinaria perversa de comunicaciones, la cual genera adhesiones aún de los perjudicados directos e indirectos de tamañas tropelías urbanísticas. Saben qué y cómo decírselo a los eternos abandonados del Estado Municipal que les toque conducir. Una buena parte de pobres de toda pobreza, arrinconados en barrios eufemísticamente denominados “de emergencia”, caen también en las redes mediáticas del convencimiento de la monumentalidad constructiva favorecedora de los ricos y sus adláteres. La conciencia, lo sabemos, es una construcción muy compleja y de lenta transformación, razón útil a los intereses corporativos que dominan a los supuestos representantes de los ciudadanos.
 
La cuestión es que la invasión de nuestras ciudades más grandes por monstruosidades constructivas destinadas a la especulación inmobiliaria y no mucho más (cuando nó, base de una “limpieza” necesaria de los fondos de dudosos orígenes), es la razón de la destrucción no sólo del patrimonio urbano, sino del padecimiento de vivir en urbes donde los seres humanos no fungen ya de base y principio de las políticas públicas, sino de simples aportantes de tasas contributivas que ayudan, paradójicamente, a la destrucción de su hábitat.
 
Parecerse para no ser, es la consigna del momento. Construir sobre espacios verdes, aplastar con sombras multiplicadas a los vecinos, anular la libertad de circulación y uso de los sitios más relevantes de las ciudades, todo sacrificado por el “dios mercado inmobiliario”, es el resultado de semejante desvarío antiurbano. Expulsar a los más débiles del espectro económico, de los beneficios de cualquier hecho constructivo, forma parte, en apariencia ineludible, de la acción de cualquier energúmeno con ínfulas de “planificador”. Ignorar advertencias, despotricar contra los auténticos conocedores del desarrollo urbano, anular la historia construida aplastándola con el peso de ordenanzas votadas por el imperio de las prebendas, nunca de la demostración de necesidad alguna, son parte del sistema con el cual han convertido la vida urbana en insoportable.
 
Ignorantes por naturaleza, antisociales por elección, brutales por pasión perversa, sus actos (los de esta runfla de administradores espurios) están destinados con exclusividad a servir al Poder Real. Nada les importará de los movimientos sociales que intenten impedir sus bestialidades, porque no reconocen a otros actores que los de su misma laya draconiana y malsana. El planeamiento urbano ha quedado en manos de los peores funcionarios y, aunque duela decirlo, también de algunos miembros de las instituciones profesionales que, se supone, representan a los verdaderos conocedores del tema. El dinero sigue arrasando el destino ciudadano, los ineptos continúan al mando de una sociedad urbana que ve, casi sin reacción, como caen bajo las piquetas de los depredadores inmobiliarios, la representación de la vida y la historia que los convocara a habitar los barrios ahora trastocados en reservorios de inútiles torres sin destino ni razón. Salvo la de parecerse, inútilmente, a alguno de sus admirados “paraísos” urbanos de otras tierras.

 

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