La creación arquitectónica está atravesada, siempre, por diversas influencias: las de los profesores en la facultad, las de los viejos maestros de la historia de la arquitectura mundial, las de lo transmitido por los medios de todo tipo referente a lo urbanístico y arquitectónico, las modas extranjeras y locales derivadas de los intereses de quienes las generan, las circunstancias sociales y las limitaciones económicas y financieras en la consumación de los procesos constructivos, las complejas relaciones de poder entre profesionales y comitentes, y muchas etcéteras más. Pero nos falta la más importante: la capacidad intrínseca del arquitecto, el vuelo imaginativo para plasmar el diseño y su planificación para convertirlo en realidad, la espertiz adquirida o la intuición innata que delate una distinción entre muchos.
Claro que, por mayor que sea la capacidad y el vuelo imaginativo, ese ingenio desatado para crear lo diferente, lo inusual, lo que manifieste una línea distintiva respecto a lo habitual, se atravesará en su camino, inevitablemente, la realidad de los límites impuestos por el lugar, las finanzas y las porfías de los contratantes. Lentamente, muy a pesar suyo, el arquitecto irá cediendo en sus propuestas, atrapado por una maraña de exigencias que siempre serán económicas.
Y es que el “mercado” de la construcción está absolutamente cooptado por la especulación y la avaricia, destinado sólo a proveer de ingentes ganancias a esos personajes de grandes fortunas y escasos pruritos que hacen de “inversores”. El arquitecto, al final del camino, será convertido en un simple “peón” de estos avaros inmobiliarios. Será aplastado por el peso exorbitante de las moles construídas a contrapelo de sus iniciáticas concepciones, desprovistas de la innovación creada por aquella imaginación que nadie le pide, porque necesitan “otra cosa”, “más sencilla”, “menos complicada”, frases habituales entre los aneuronales propietarios del poder de decisión.
Así resultan entonces las ciudades, monótonas expresiones arquitectónicas de la brutalidad economicista de los dueños del poder. Así también se habitúan sus habitantes a formar parte de esa monotonía, sólo perforada por algún resquicio inventivo en algún rincón donde la especulación inmobiliaria (todavía) no ha llegado. Y así actúan quienes ejercen cargos legislativos y ejecutivos en los gobiernos, generando normas ridículas y opresivas para la imaginación, capturados por las promesas de “grandes inversores”, apañándolos y consumando el retroceso creativo de una ciudad que destruye sus logros de otros tiempos y prepara el camino para la rápida transformación en la gris representación de un futuro sin pasión creativa.
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