Por Roberto Marra
La existencia de más de 7.000 millones de personas en el Planeta y la particular manera de conglomerarse mayoritariamente en ámbitos urbanos, esas acumulaciones de seres humanos basados en las necesidades derivadas de los sistemas culturales y económicos desarrollados a lo largo de la historia, han generado complejidades sociales de muy difíciles resoluciones. La convivencia de millones de personas en extensiones reducidas del territorio, producto de la búsqueda de acceso a la dignidad de sentirse parte de ese sistema imperante para poder sobrevivir y, si fuera posible, vivir, ha derivado en profundas diferencias sociales, que se reflejan en los niveles de acceso o nó a las necesidades básicas para la vida humana que se dan en esas urbes.
El hecho físico urbano es de muy difícil tratamiento a la hora de las demandas de cada uno de los sectores que lo habitan. En realidad, la complejidad tiene su origen en las relaciones de poder existentes, producto de las cuales se manifiestan las distintas clases sociales que habitan las ciudades, tanto en lo discursivo como en lo material.
Así, mientras un reducido sector de esas sociedades urbanas goza de los máximos beneficios de las infraestructuras, se apoderan de las mejores tierras para sus hábitats y generan una cultura elitista para los espacios urbanos que habitan, otra parte de la sociedad intenta acercarse a esa “prosperidad” apropiada, “a los codazos” entre sus integrantes, una manifestación obscena de los egoísmos generados a través de una cultura impuesta por la educación y los medios, bases primordiales que han permanecido siempre en manos o influenciados por los dueños del Poder Real.
La perversión máxima se pone al descubierto en esas aglomeraciones de casuchas amontonadas por el viento de la pobreza y la miseria que sopla siempre para el mismo lado. No alcanzan los eufemismos del tipo “asentamientos irregulares”, para ocultar la paradoja de la exuberancia de riquezas concentradas en tan pocas manos, con la hedionda manifestación de un sistema que fabrica pobreza y necesita miseria para reproducirse hasta el infinito.
El mecanismo reproductor de la inconsciencia mayoritaria sobre estos particulares, son los medios de comunicación, cuyas propiedades están en manos de los mismos que dominan los territorios, la producción y el consumo. La cultura ya no es el resultado de la acumulación de saberes, experiencias y conocimientos compartidos, sino una imposición sistematizada de procederes y maniqueísmos inventados para cada ocasión, dependiendo los intereses que demanden desde las alturas del Poder.
Para asegurar la dominación sobre la mayoría de la población, cultivan las mentes de los desarrapados con imposibilidades absolutas, exacerban los desprecios de los sectores medios para con sus congéneres “villeros” y exhiben sus fortunas mal habidas con el desparpajo de quienes se sienten intocables por una sociedad anómica. Un “combo” de naturaleza perversa, pero tratada con naturalidad por el grueso de los supuestos “analistas” que pululan por medios masivos y redes sociales para asegurar la preeminencia de esos horrores antisociales.
La sociedad urbana ha llegado para quedarse y crecer todavía más. El territorio común de convivencia entre millones de individuos, por lo tanto, exige una concepción que parta de la necesidad de modificar semejante estado de cosas. Y no será por una simple adaptación física ni por la disposición de tales o cuales órdenes jerárquicos en sus estructuras. Sólo será posible tamaña modificación de esta realidad cruel y paradigmática, con la generación de otros paradigmas, que ni son nuevos ni jamás dejaron de intentarse. Fueron enterrados en las arenas movedizas del olvido para que nadie supiera que otra vida es posible, que otro destino puede emprenderse y que una nueva realidad puede construirse. La base es una bella palabra que contradice cada uno de los disvalores que en la actualidad nos gobiernan: solidaridad, la utopía realizable de una felicidad compartida.
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