Hay una disputa “fálica” en la
arquitectura. Edificios cada vez más altos, más lujosos, más
inhabitados. Puro solaz para las corporaciones que sólo intentan
mostrar poderío. Inútil vanagloria de los estudios de arquitectura
que embolsan millonarios aranceles. Muestras obscenas de la
profundización de las desigualdades sociales, llevadas al paroxismo. Negocios espurios por doquier, estafas fiscales inmorales, “retornos”
desprovistos de todo prurito. Por esos ríos de imbecilidades
arquitectónicas se van las necesidades de los millones de seres
humanos desprovistos de un miserable techo para sus dignidades mil
veces vulneradas. Construir, construir y construir, sin destino
cierto ni más razón que el engrosamiento de las cuentas bancarias
de empresarios y funcionarios venales. Mientras allí abajo, a los
pies de las fastuosas torres de la irreverencia ambiental, se
arrastran los restos de una sociedad partida y desilachada,
convocando a la felicidad de los únicos beneficiarios de este festín
de hormigones y cristales vacíos, la muestra más acabada de un
sistema que se consume a sí mismo.
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